1.3.2. Tiempo de la historia/tiempo del discurso. ESO

 

Al tratar el tiempo debemos distinguir entre el tiempo externo, que hace referencia a la época en que se sitúan los acontecimientos que forman parte de la historia, y el tiempo propio de la narración, el tiempo interno, que marca las relaciones cronológicas entre el relato –el discurso– y la historia.

 

            Dentro de este tiempo interno tendremos que distinguir entre el TIEMPO DE LA HISTORIA y el TIEMPO DEL DISCURSO.

           

TIEMPO DE LA HISTORIA

            Es el tiempo de la realidad narrada, el significado. Se define atendiendo a la sucesión cronológica de los acontecimientos y al tiempo que estos abarcan.

 

TIEMPO DEL DISCURSO

            Se trata del tiempo del discurso narrativo, del significante. Será el orden en el que se narran esos acontecimientos y lo que ocupan.

            La relación entre el tiempo de la historia y el del discurso marca el ritmo narrativo. Esta relación puede analizarse  atendiendo a varios conceptos. Ahora sólo nos fijaremos en  el orden.

 

1.3.2.1. Orden

 

            Las discordancias entre el orden de la historia y el del discurso se denominan “anacronías”. Las principales relaciones temporales basadas en el orden son la analepsis y la prolepsis.

 

Analepsis o retrospección es cualquier evocación, después del suceso, de un acontecimiento anterior al momento en el que se narra en el discurso.

Prolepsis o anticipación consiste en contar o evocar por adelantado un suceso posterior.

 

            En el texto que leerás a continuación, fíjate en las marcas temporales y cómo el narrador nos lleva del presente al pasado –viernes–, luego a un pasado más reciente –domingo– y después a tres meses antes.

 

Eran las cinco de la tarde de un martes de finales de abril. Julio Orgaz había salido de la consulta de su psicoanalista diez minutos antes; había atravesado Príncipe de Vergara y ahora estaba en el parque de Berlín intentando negar con los movimientos de su cuerpo la ansiedad que delataba su mirada.

 El viernes anterior no había conseguido ver a Laura en el parque, y ello le había producido una aguda sensación de desamparo que se prolongó a lo largo del húmedo y reflexivo fin de semana que inmediatamente después se le había venido encima. La magnitud del desamparo le había llevado a imaginar el infierno en que podía convertirse su vida si esta ausencia llegara a prolongarse. Advirtió entonces que durante la última época su existencia había girado en torno a un eje que atravesaba la semana y cuyos puntos de apoyo eran los martes y los viernes.

El domingo había sonreído ante el café con leche cuando el término amor atravesó su desorganizado pensamiento, estallando en un punto cercano a la congoja.

Cómo había crecido ese pensamiento y a expensas de qué zonas de su personalidad, eran cuestiones que a Julio había preocupado no abordar, pese a su antiguo hábito –reforzado en los últimos tiempos por el psicoanálisis– de analizar todos aquellos movimientos que parecían actuar al margen de su voluntad. Recordó, sin embargo, la primera vez que había visto a Laura, hacía ahora tres meses. Fue un martes, blanqueado por el sol de media tarde, del pasado mes de febrero. Como todos los martes y viernes desde hacía un par de meses, se había despedido del doctor Rodó a las cinco menos diez. Cuando ya se dirigía a su despacho, le invadió una sensación de plenitud corporal, de fuerza, que le había hecho valorar de súbito la tonalidad de la tarde. Olía un poco a primavera. Entonces decidió desechar la ruta habitual y atravesar el parque de Berlín, dando un pequeño rodeo, para gozar de aquella íntima sensación de bienestar que la situación atmosférica parecía compartir con él.

 

                               Juan José Millás, El desorden de tu nombre

 

           

 


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