TEXTOS 1 y 2

 

Doña Rosa clava sus ojillos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales, los ojitos de doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado.

-¡Qué miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no hay Dios que os quite el pelo de la dehesa! ¡Anda, espabila y tengamos la fiesta en paz, que si fueras más hombre ya te había puesto de patas en la calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao!

Doña Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted.

-Ande, ande… Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué leñe!, ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto.

Doña Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de los negros cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso.

 

Camilo José Cela, La colmena

 

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Pepe, el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus dominios, apoya una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si mirase algo muy raro, muy extraño, en los espejos. Se ve de frente, en el de más cerca; de espalda, en el del fondo; de perfil, en los de las esquinas.

-A esta tía bruja lo que le vendría de primera es que la abrieran en canal un buen día. ¡Cerda! ¡Tía zorra!

Pepe es un hombre a quien las cosas se le pasan pronto; le basta con decir por lo bajo una frasecita que no se hubiera atrevido jamás a decir en voz alta.

-¡Usurera! ¡Guarra! ¡Que te comes el pan de los pobres!

A Pepe le gusta mucho decir frases lapidarias en los momentos de mal humor. Después se va distrayendo poco a poco y acaba por olvidarse de todo.

 

Camilo José Cela, La colmena

 

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TEXTO 3

 

Otro día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda, adonde me toparon mis pecados con un clérigo, que, llegando a pedir limosna, me preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad; que, aunque maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fue ésta. Finalmente el clérigo me recibió por suyo.

Escapé del trueno y di en el relámpago; porque era el ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la mesma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la lacería del mundo estaba encerrada en éste (no sé si de su cosecha era o la había anejado con el hábito de la clerecía).

Anónimo, Lazarillo de Tormes

 

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TEXTO 4

 

el Azarías le miraba comer con su sonrisa babeante y musitaba,

            milana bonita, milana bonita,

y, una vez que el Gran Duque concluía su festín, el Azarías se encaminaba al cobertizo, donde las amigas del señorito y los amigos de la  señorita estacionaban sus coches, y, pacientemente, iba desenroscando los tapones de las válvulas de las ruedas, mediante torpes movimientos de dedos y, al terminar, los juntaba con los que guardaba en la caja de los zapatos, en la cuadra, se sentaba en el suelo y se ponía a contarlos,

            uno, dos, tres, cuatro, cinco

y al llegar a once, decía invariablemente,

            cuarenta y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco…,

luego salía al corral, ya oscurecido, y, en un rincón se orinaba las manos para que no se le agrietasen y abanicaba un rato el aire para que se orearan y así un día y otro día, un mes y otro mes, un año y otro año, toda una vida, pero a pesar de este régimen metódico, algunas amanecidas, el Azarías se despertaba flojo y como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera sacado el esqueleto, y esos días, no rascaba los aseladeros, ni disponía la comida para los perros, ni aseaba el tabuco del búho, sino que salía al campo y se acostaba a la abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y, si acaso picaba el sol, pues a la sombra del madroño, y cuando Dacio le preguntaba,

            ¿qué es lo que te pasa a ti, Azarías?

él,

            ando con la perezosa, que yo digo,

 

Miguel Delibes, Los santos inocentes

 


 

TEXTO 5

 

No era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid, alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá, deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura. Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.

 

                                                                                              Arturo Pérez Reverte, El capitán Alatriste

 


 

TEXTO 6

 

Fulgencio es un amigo. Tal vez lo correcto sea decir era mi amigo. Ahora no es sino un extraño. En todos los sentidos. Ni siquiera reconocible por su voz o por sus rasgos. No es el muchacho fuerte pero bien formado que recordaba. Con los años ha ido superponiéndose la primera a la segunda categoría, hasta llegar a anularla. Me dice que su mujer y sus hijos veranean con los padres de ella.

-Sí, yo también estoy solo.

Le explico que no tengo ni mujer ni hijos ni veraneo ni suegros. Con un tono reconocible, entre el reproche y la compasión añade:

-Tú, siempre igual.

Puede que tenga razón: él me conoce. A partir  de un determinado momento, es difícil que la vida nos cambie. Por eso quien nos conoció en la primera juventud puede no equivocarse al juzgarnos. Tal es el caso de Fulgencio. A decir verdad, nos conocemos desde siempre. Acertará, seguro, o el margen de error será irrelevante. Cosa distinta será reconocer ese acierto o estar dispuesto a abdicar de esa máscara que, a modo de coraza, con meticulosa paciencia hemos ido construyendo encima de nosotros. Es la misma protección que yo esgrimo. Lo hago con alevosía. Por eso, tal vez no me encuentre ante un extraño. Amén de los kilos, Fulgencio ha ido ganando en gestos, en manejo, en simpatía, en eso que llamamos don de gentes. Es espontáneo, extravertido, jovial, impetuoso, vamos justo lo contrario que yo.

 

Álvaro Valverde, Las muralla del mundo

 

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