Doña
Rosa clava sus ojillos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta
o cuarenta y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales,
los ojitos de doña Rosa parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado.
-¡Qué
miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no
hay Dios que os quite el pelo de la dehesa! ¡Anda, espabila y tengamos la
fiesta en paz, que si fueras más hombre ya te había puesto de patas en la
calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao!
Doña
Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted.
-Ande,
ande… Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué
leñe!, ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto.
Doña
Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se
estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de
los negros cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso.
Camilo José Cela, La colmena
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Pepe,
el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus
dominios, apoya una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si
mirase algo muy raro, muy extraño, en los espejos. Se ve de frente, en el de
más cerca; de espalda, en el del fondo; de perfil, en los de las esquinas.
-A
esta tía bruja lo que le vendría de primera es que la abrieran en canal un buen
día. ¡Cerda! ¡Tía zorra!
Pepe
es un hombre a quien las cosas se le pasan pronto; le basta con decir por lo
bajo una frasecita que no se hubiera atrevido jamás a decir en voz alta.
-¡Usurera!
¡Guarra! ¡Que te comes el pan de los pobres!
A
Pepe le gusta mucho decir frases lapidarias en los momentos de mal humor.
Después se va distrayendo poco a poco y acaba por olvidarse de todo.
Camilo José Cela, La colmena
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Otro
día, no pareciéndome estar allí seguro, fuime a un lugar que llaman Maqueda,
adonde me toparon mis pecados con un clérigo, que, llegando a pedir limosna, me
preguntó si sabía ayudar a misa. Yo dije que sí, como era verdad; que, aunque
maltratado, mil cosas buenas me mostró el pecador del ciego, y una de ellas fue
ésta. Finalmente el clérigo me recibió por suyo.
Escapé
del trueno y di en el relámpago; porque era el
ciego para con éste un Alejandro Magno, con ser la mesma avaricia, como
he contado. No digo más, sino que toda la lacería
del mundo estaba encerrada en éste (no sé si de su cosecha era o la
había anejado con el hábito de la clerecía).
Anónimo, Lazarillo de Tormes
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…el Azarías le miraba comer con su sonrisa babeante
y musitaba,
milana
bonita, milana bonita,
y,
una vez que el Gran Duque concluía su festín, el Azarías se encaminaba al
cobertizo, donde las amigas del señorito y los amigos de la señorita estacionaban sus coches, y, pacientemente, iba desenroscando los tapones de las válvulas
de las ruedas, mediante torpes movimientos de dedos y, al terminar, los juntaba
con los que guardaba en la caja de los zapatos, en la cuadra, se sentaba en el suelo
y se ponía a contarlos,
uno,
dos, tres, cuatro, cinco…
y
al llegar a once, decía invariablemente,
cuarenta
y tres, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco…,
luego
salía al corral, ya oscurecido, y, en un rincón se
orinaba las manos para que no se le agrietasen y abanicaba un rato el aire para
que se orearan y así un día y otro día, un
mes y otro mes, un año y otro año, toda una vida, pero a pesar de este
régimen metódico, algunas amanecidas, el Azarías se
despertaba flojo y como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera
sacado el esqueleto, y esos días, no rascaba los
aseladeros, ni disponía la comida para los perros, ni aseaba el tabuco del búho,
sino que salía al campo y se acostaba a la
abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y, si acaso picaba el sol, pues
a la sombra del madroño, y cuando Dacio le preguntaba,
¿qué es lo que te pasa a ti,
Azarías?
él,
ando con
la perezosa, que yo digo,
Miguel Delibes, Los santos inocentes
No era el
hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente. Se llamaba
Diego Alatriste y Tenorio, y había luchado como soldado de los tercios
viejos en las guerras de Flandes. Cuando lo conocí malvivía en Madrid,
alquilándose por cuatro maravedís en trabajos de poco lustre, a
menudo en calidad de espadachín por cuenta de otros que no tenían la destreza o
los arrestos para solventar sus propias querellas. Ya saben: un marido cornudo por aquí, un pleito o una herencia dudosa por allá,
deudas de juego pagadas a medias y algunos etcéteras más. Ahora es fácil
criticar eso; pero en aquellos tiempos la capital de las Españas era un lugar
donde la vida había que buscársela a salto de mata, en una esquina, entre el
brillo de dos aceros. En todo esto Diego Alatriste se desempeñaba con holgura.
Tenía mucha destreza a la hora de tirar de espada, y manejaba mejor, con
el disimulo de la zurda, esa daga estrecha y larga llamada por algunos vizcaína, con que los reñidores
profesionales se ayudaban a menudo. Una de cal y otra de vizcaína, solía decirse. El adversario estaba ocupado largando y
parando estocadas con fina esgrima, y de pronto le venía por abajo, a
las tripas, una cuchillada corta como un relámpago que no daba tiempo ni a
pedir confesión. Sí. Ya he dicho a vuestras mercedes que eran años duros.
Arturo
Pérez Reverte, El capitán Alatriste
Fulgencio
es un amigo. Tal vez lo correcto sea decir era
mi amigo. Ahora no es sino un extraño. En todos los sentidos. Ni siquiera
reconocible por su voz o por sus rasgos. No es el
muchacho fuerte pero bien formado que recordaba. Con los años ha ido
superponiéndose la primera a la segunda categoría, hasta llegar a anularla. Me dice que su mujer y sus hijos veranean con los padres de
ella.
-Sí,
yo también estoy solo.
Le explico que no tengo ni mujer ni hijos ni veraneo ni suegros. Con un
tono reconocible, entre el reproche y la compasión añade:
-Tú,
siempre igual.
Puede
que tenga razón: él me conoce. A partir
de un determinado momento, es difícil que la vida nos cambie. Por eso
quien nos conoció en la primera juventud puede no equivocarse al juzgarnos. Tal
es el caso de Fulgencio. A decir verdad, nos conocemos desde siempre. Acertará,
seguro, o el margen de error será irrelevante. Cosa distinta será reconocer ese
acierto o estar dispuesto a abdicar de esa máscara que, a modo de coraza, con
meticulosa paciencia hemos ido construyendo encima de nosotros. Es la misma
protección que yo esgrimo. Lo hago con alevosía. Por eso, tal vez no me
encuentre ante un extraño. Amén de los kilos,
Fulgencio ha ido ganando en gestos, en manejo, en simpatía, en eso que llamamos
don de gentes. Es espontáneo,
extravertido, jovial, impetuoso, vamos justo lo contrario que yo.
Álvaro Valverde, Las muralla del mundo
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