LA COFRADÍA DE LOS CORAZONES DE ORO
La enorme puerta se fue abriendo lentamente. En el umbral apareció un hombre gigantesco, con la barba negra. Llevaba una túnica totalmente dorada. En el lado izquierdo del pecho lucía un bordado en forma de corazón, del que partían destellos. También era de oro, pero contorneado de rojo, como en llamas. En la cabeza usaba un sombrero muy raro, también dorado.
Con una voz baja y profunda, dijo:
-¿Qué deseáis?
David contestó:
-Vamos en busca del Lago del Oro Ardiente que hay en la Montaña y queremos saber si pueden ustedes ayudarnos en algo.
El hombre permaneció un momento en silencio, mirándolos. Luego dijo:
-Entrad.
Una vez dentro, la enorme puerta se cerró de golpe, y el hombre la aseguró con un tremendo cerrojo. Pero los niños observaron que no echaba la llave.
Se hallaban en un atrio interior de grandes dimensiones, todo rodeado de arcos y con césped en el centro. El hombre de la barba negra los condujo a una pequeña celda de piedra, en la que había tres sillas, y les indicó que se sentaran.
-¿Cómo se llama usted? -preguntó Davied, harto ya de que siempre se lo preguntaran primero a él.
-Soy el Hermano Oro en Polvo -dijo el hombre-. Voy a llamar a otro Hermano para que hable con vosotros.
Pasado un rato se presentó otro hombre, éste con la barba castaña. Iba vestido exactamente del mismo modo que el anterior, salvo que los destellos que partían de su corazón bordado eran de mayor longitud.
-¿Cómo se llama usted? - repitió la pregunta David.
-Soy el Hermano Onza de Oro. ¿Qué es lo que queréis?
-¿No se lo dijo a usted el otro señor? -preguntó David-. Vamos en busca del Lago del Oro Ardiente, y deseamos averiguar si pueden ustedes ayudarnos en algo. Si no, preferiríamos saberlo enseguida, porque nos gustaría seguir adelante tan pronto como fuera posible.
-Sí podemos -dijo el hombre-. Pero ¿por qué deseáis ir allí?
-No hay un porqué -dijo David-. Es sólo que lo deseamos más que nada en el mundo, y no hay ninguna otra cosa más que podamos querer. Bueno -añadió, para ser sincero-, estamos hambrientos con muchísima frecuencia, y no puedo negar que también nos gusta comer.
-Voy a llamar a otro Hermano para que hable con vosotros -dijo el hombre, y se marchó.
-Es curioso -dijo María-, ninguno de ellos parece capaz de hablar por sí mismo. Siempre van a buscar a otro.
-Puede que no haya más que una persona que sepa de verdad cómo ayudarnos, y ahora vayan a traerlo- dijo David.
Al poco tiempo se presentó otro hombre, esta vez con la barba gris. Llevaba la misma túnica que los otros dos, pero los destellos que partían de su corazón bordado eran más largos aún.
-¿Cómo se llama usted? -preguntó de nuevo David.
-Soy el Hermano Lingote de Oro -contestó él-. Nos pedís que os ayudemos en vuestra búsqueda del Lago del Oro Ardiente. Para eso estamos aquí, a eso es a lo que hemos consagrado nuestras vidas.
-¡Estupendo! -exclamó David-. Es exactamente lo que venimos necesitando desde hace un montón de tiempo. ¿Podemos empezar inmediatamente?
- Se trata de un conocimiento muy valioso. ¿Qué podéis entregar a cambio?.
David se vació los bolsillos y le tendió el dinero.
-Esto es todo lo que tenemos -dijo-. No sé si es poco o mucho, pero no hay más. Tómelo, por favor. ¿Es suficiente?
-Guárdatelo -dijo el hombre-. No podemos aceptar dinero a cambio de tan precioso conocimiento. ¿Qué otra cosa tenéis?
-Pues... nada más -dijo David, muy desilusionado.- Excepto nuestras ropas, o nuestras propias personas. Haremos todo lo que sea necesario, trabajaremos hasta que se nos agoten las fuerzas. ¿Verdad, María?
-Sí, sí -dijo María-. No tiene usted más que decirnos qué es lo que hay que hacer, y pondremos todo nuestro empeño.
-Aguardad aquí -dijo el hombre-. Voy a llamar al mismísimo Hermano Mayor de nuestra Cofradía para que hable con vosotros.
-No se te vaya a olvidar -susurró David a María cuando el hombre se hubo marchado. Y ambos apretaron sus medallones a escondidas, sintiéndose más fuertes.
LA TIERRA DEL ORO ARDIENTE
Ronimund H. von Bissing