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El rey de los monos


(Anónimo hindú)

 

Cuando el rey de los monos se enteró de dónde moraba el Buda predicando la

Enseñanza, corrió hacia él y le dijo: -Señor, me extraña que siendo yo el rey de

los monos no hayas enviado a alguien a buscarme para conocerme. Soy el rey

de millares de monos. Tengo un gran poder.

El Buda guardó el noble silencio. Sonreía. El rey de los monos se mostraba

descaradamente arrogante y fatuo.

-No lo dudes, señor -agregó-, soy el más fuerte, el más rápido, el más resistente y

el más diestro. Por eso soy el rey de los monos. Si no lo crees, ponme a prueba.

No hay nada que no pueda hacer. Si lo deseas, viajaré al fin del mundo para

demostrártelo.

El Buda seguía en silencio, pero escuchándolo con atención. El rey de los monos

añadió:

-Ahora mismo partiré hacia el fin del mundo y luego regresaré de nuevo hasta

ti. Y partió. Días y días de viaje. Cruzó mares, desiertos, dunas, bosques,

montañas, canales, estepas, lagos, llanuras, valles... Finalmente, llegó a un lugar

en el que se encontró con cinco columnas y, allende las mismas, sólo un inmenso

abismo. Se dijo a sí mismo: “No cabe duda, he aquí el fin del mundo”. Entonces

dio comienzo al regreso y de nuevo surcó desiertos, dunas, valles... Por fin, llegó

de nuevo a su lugar de partida y se encontró frente al Buda.

-Ya me tienes aquí -dijo arrogante-. Habrás comprobado, señor, que soy el más

intrépido, hábil, resistente y capacitado. Por este motivo soy el rey indiscutible de

los monos. El Buda se limitó a decir: -Mira dónde te encuentras.

El rey de los monos, estupefacto, se dio entonces plena cuenta de que estaba en

medio de la palma de una de las manos del Buda y de que jamás había salido

de la misma. Había llegado hasta sus dedos, que tomó como columnas, y más

allá sintió el abismo, fuera de la mano del Bienaventurado, que jamás había

abandonado.

 

Mª Lourdes García Jiménez

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