La abeja
haragana
Había una vez en una colmena una abeja que no
quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar
el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en
miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas
apenas el sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la
colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas, como
hacen las moscas, y echaba entonces a volar, muy contenta del lindo día.
Zumbaba muerta de gusto de flor en flor, entraba en la colmena, volvía a
salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se
mataban trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es el
alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son muy serias, comenzaron a
disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las
colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de guardia para
cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas abejas suelen ser muy
viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el lomo pelado porque
han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.
Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando
iba a entrar, diciéndole:
-Compañera: es necesario que trabajes, porque todas
las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó:
-Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
-No es cuestión de que te canses mucho
-respondieron-, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia
que te hacemos.
Y diciendo así la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que
a la tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:
-Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida:
-¡Uno de estos días lo voy a hacer!
-No es cuestión de que lo hagas uno de estos días
-le respondieron-, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron
pasar.
Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa.
Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
-¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he
prometido!
-No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido
-le respondieron-, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de abril.
Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído una gota siquiera de
miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los
demás. Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se descompuso y
comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana voló apresurada hacia su
colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando
quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
-¡No se entra! -le dijeron fríamente.
-¡Yo quiero entrar! -clamó la abejita-. Esta es mi
colmena.
-Esta es la colmena de unas pobres abejas
trabajadoras le contestaron las otras-. No hay entrada para las
haraganas.
-¡Mañana sin falta voy a trabajar! -insistió la
abejita.
-No hay mañana para las que no trabajan-
respondieron las abejas, que saben mucha filosofía.
Y diciendo esto la empujaron afuera.
La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún;
pero ya la noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y
cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía
volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y
bajando de los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la
puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías gotas de
lluvia.
-¡Ay, mi Dios! -clamó la desamparada-. Va a llover,
y me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le cerraron el paso.
-¡Perdón! -gimió la abeja-. ¡Déjenme entrar!
-Ya es tarde -le respondieron.
-¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!
-Es más tarde aún.
-¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
-Imposible.
-¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le
dijeron:
-No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo
que es el descanso ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y
tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó
por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin
llegó al fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra
verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y presta a
lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol
que habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había elegido de
guarida.
Las culebras comen abejas, que les gustan mucho.
Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los
ojos:
-¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo
la luz.
Pero con gran sorpresa suya, la culebra no
solamente no la devoró sino que le dijo: -¿qué tal, abejita? No has de
ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
-Es cierto -murmuró la abeja-. No trabajo, y yo
tengo la culpa.
-Siendo así -agregó la culebra, burlona-, voy a
quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.
La abeja, temblando, exclamo entonces: -¡No es
justo eso, no es justo! No es justo que usted me coma porque es más
fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.
-¡Ah, ah! -exclamó la culebra, enroscándosé ligero
-. ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más
justos, grandísima tonta?
-No, no es por eso que nos quitan la miel
-respondió la abeja.
-¿Y por qué, entonces?
-Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a
reír, exclamando:
-¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer,
apróntate.
Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero
ésta exclamó:
-Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.
-¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? -se rió la
culebra.
-Así es -afirmó la abeja.
-Pues bien -dijo la culebra-, vamos a verlo. Vamos
a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano
yo, te como.
-¿Y si gano yo? -preguntó la abejita.
-Si ganas tú -repuso su enemiga-, tienes el derecho
de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?
-Aceptado -contestó la abeja.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le
había ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he aquí lo
que hizo:
Salió un instante afuera, tan velozmente que la
abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas
de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de la colmena y que le
daba sombra.
Los muchachos hacen bailar como trompos esas
cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
-Esto es lo que voy a hacer -dijo la culebra-.
¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando vivamente la cola alrededor del
trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta
rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.
La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás
una abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el
trompito, que se había quedado dormido zumbando, como les pasa a los
trompos de naranjo, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
-Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer
eso.
-Entonces, te como -exclamó la culebra.
-¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una
cosa que nadie hace.
-¿Qué es eso?
-Desaparecer.
-¿Cómo? -exclamó la culebra, dando un salto de
sorpresa-. ¿Desaparecer sin salir de aquí?
-Sin salir de aquí.
-¿Y sin esconderte en la tierra?
-Sin esconderme en la tierra.
-Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en
seguida - dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la
abeja había tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una
plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con grandes
hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.
La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado
de no tocarla, y dijo así:
-Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer
el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga "tres",
búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
Y así pasó, en efecto. La culebra dijo
rápidamente:"uno..., dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan
grande era, de sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a
todos lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la
lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.
La culebra comprendió entonces que si su prueba del
trompito era muy buena, la prueba de la abeja era simplemente
extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de hallarla.
-¡Bueno! -exclamó por fin-. Me doy por vencida.
¿Dónde estás?
Una voz que apenas se oía -la voz de la abejita-
salió del medio de la cueva.
-¿No me vas a hacer nada? -dijo la voz-. ¿Puedo
contar con tu juramento?
-Sí -respondió la culebra-. Te lo juro. ¿Dónde
estás?
-Aquí -respondió la abejita, apareciendo
súbitamente de entre una hoja cerrada de la plantita.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la
plantita en cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en Buenos
Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al
menor contacto. Solamente que esta aventura pasaba en Misiones, donde la
vegetación es muy rica, y por lo tanto muy grandes las hojas de las
sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran,
ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de la culebra no había alcanzado
nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado,
y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada
con su derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a su
enemiga la promesa que había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos
pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la
tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro.
Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la
oscuridad más completa. De cuando en cuando la culebra sentía impulsos
de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces llegado el término de
su vida.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría
ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior,
durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba
entonces en silencio.
Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el
tiempo se había compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio
ante la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia. Las
abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque
comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una
abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella
recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y
llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última
lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
-No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo
quien nos hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y
fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí
hubiera trabajado como todas. Me he cansado tanto volando de aquí para
allá, como trabajando. Lo que me faltaba era la noción del deber, que
adquirí aquella noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que
tienden nuestros esfuerzos -la felicidad de todos- es muy superior a la
fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman ideal, y tienen razón. No
hay otra filosofía en la vida de un hombre y de una abeja.
Horacio Quiroga.
Actividades
de comprensión lectora |