Actividad 8

El diario

Metodología Lee el siguiente texto procedente de un diario literario donde un personaje lucha también por su vida, amenazada en este caso por el conde Drácula:

«30 de junio, por la mañana. -Estas pueden ser las últimas palabras que escribo en mi diario. Dormí hasta poco antes de amanecer y al despertarme volví a caer de rodillas, ya que he decidido que si llega la Muerte, me encuentre preparado.

Al fin noté en el aire ese cambio sutil que anuncia la llegada de la mañana. Luego oí el grato canto del gallo y tuve el presentimiento de que me encontraba a salvo. Abrí la puerta de mi habitación con el corazón rebosante de contento y bajé corriendo a la sala. Había observado que la puerta no estaba cerrada con llave y pensé que se me presentaba una ocasión de escapar. Con manos temblorosas por la impaciencia, solté las cadenas y descorrí los enormes cerrojos.

Pero la puerta ni siquiera se movió. La desesperación se apoderó de mí. Tiré y tiré de la puerta, y la sacudí hasta hacerla golpetear contra el marco, a pesar de su solidez. Comprendí que estaba echado el cerrojo. El conde la había cerrado después de marcharme.

Me entraron entonces unos deseos locos de conseguir la llave a cualquier precio y decidí inmediatamente trepar de nuevo por el muro y llegar hasta la habitación del conde. Quizá me matase, pero en aquellos momentos la muerte se me antojaba la opción más apropiada entre tantas desgracias. Sin vacilar, corrí hacia la ventana del ala este y bajé gateando por el muro, como la vez anterior, hasta la habitación del conde. Estaba vacía, pero eso ya me lo esperaba. No vi la llave por ninguna parte, aunque el montón de oro seguía allí. Crucé la puerta de la esquina, bajé por la escalera de caracol y recorrí el oscuro pasadizo hasta la vieja capilla. Demasiado sabía ya dónde encontrar al monstruo que buscaba.

El enorme cajón estaba en el mismo lugar, cerca de la pared, pero tenía la tapa puesta, aunque no asegurada, sino con los clavos listos para ser introducidos hasta el fondo a golpes de martillo. Sabía que tendría que registrar el cuerpo para encontrar la llave, de modo que levanté la tapa y la volví a colocar contra la pared. Entonces vi algo que me llenó de horror. Allí estaba el conde, pero por su aspecto diríase que bastante rejuvenecido, ya que tanto su bigote como sus cabellos blancos se habían tornado de un gris acerado; tenía las mejillas más llenas y bajo su blanca tez parecía aflorar una coloración sonrosada; la boca la tenía más roja que nunca, ya que por las comisuras de los labios le chorreaban gotas de sangre fresca hasta la barbilla y el cuello. Incluso sus ojos hundidos e inflamados parecían incrustados en su rostro abotargado, ya que se le habían hinchado los párpados y las bolsas de debajo. Parecía como si aquella horrible criatura estuviera sencillamente atiborrada de sangre: yacía como una inmunda sanguijuela, extenuada por el atracón. Al inclinarme sobre él para tocarlo, sentí un estremecimiento y todos mis sentidos se sublevaron ante su contacto. Pero tenía que registrarlo, o estaba perdido. La próxirna noche mi propio cuerpo podría servir igualmente de banquete a aquel horrendo trío. Tanteé todo su cuerpo, pero no pude hallar ni rastro de la llave. Luego me detuve y observé al conde con más detenimiento. En su abotargado rostro había una sonrisa burlona, que casi me hizo enloquecer. [...] Me volví loco sólo de pensarlo. Me embargaba un deseo atroz de librar al mundo de semejante monstruo. Como no tenía ningún arma letal a mano, cogí una pala que los operarios habían utilizado para llenar los cajones y, alzándola bien alto, la descargué con el filo hacia abajo sobre aquel odioso semblante. Mas al hacerlo, el conde volvió la cabeza y sus ojos se clavaron en mí con toda la furia venenosa de un basilisco. Su visión casi me paralizó y la pala se me torció y sólo le rocé el rostro, produciéndole un corte profundo en la frente. La pala se me cayó de las manos al otro lado del cajón y al recogerla, el filo de la hoja se enganchó en el borde de la tapa, que volvió a caer, ocultando de mi vista a aquella espantosa cosa. Lo último que vi fue su rostro abotargado, manchado de sangre, que me miraba fijamente con una malévola sonrisa que parecía venir de las profundidades del infierno.»

STOKER, Bram: Drácula, Ed. Alianza.

¿Qué hacer?Reescribe esta misma página, pero ahora desde el punto de vista del conde Drácula: