A cosa de media legua, y al oeste sudoeste de la cuidad de Palma, se ve descollar el castillo de Bellver, al cual nuestras desgracias pudieron dar alguna triste celebridad. Situado a medio tiro de cañón del mar, al norte de su orilla y a muchos pies de altura sobre su nivel, señorea y adorna todo el país circunyacente. Su forma es circular, y su cortina o muro exterior la marca exactamente; sólo es interrumpida por tres albaracas o torreones, mochos y redondos, que desde el sólido del muro se avanzan, mirando al este, al sur y al oeste, y le sirven como de traveses. Entre ellos hay cuatro garitones, circulares también y arrojados del parapeto superior, los tres abiertos, y al foso de su altura otro cubierto y elevado sobre ella. Iguales en diámetro y altura hasta el nivel de la plataforma, empieza allí a disminuir y formar un cono truncado y apoyado sobre cuatro columnas colosales, que, resaltadas del muro, los reciben en su collarín, y bajan después a sumirse en el ancho vientre del talús. Escódese éste en el foso, y sube a toda su altura, formando con el muro del castillo un ángulo de cuarenta y cinco grados, y girando en torno de él y de sus torres. El foso, que lo abraza todo, es ancho y profundísimo, y sigue también la línea circular, salvo donde los cubos o albaracas le obligan a desviarse y tomar la de su proyectura. En lo alto, y por fuera del foso, corre la explanada, con débiles parapetos, ancha y espaciosa, pero sin declives, y siguiendo siempre la forma y líneas que el foso le prescribe.