En
el arroyo grande que la lluvia había dilatado hasta la
viña, nos encontramos, atascada, una vieja carretilla,
perdida toda bajo su carga de yerba y de naranjas. Una
niña, rota y sucia, lloraba sobre una rueda, queriendo
ayudar con el empuje de su pechillo en flor al
borricuelo, más pequeño, ¡ay!, y más flaco que
Platero. Y el borriquillo se despachaba contra el viento,
intentando, inútilmente, arrancar del fango la carreta,
al grito sollozante de la chiquilla. Era vano su
esfuerzo, como el de los niños valientes, como el vuelo
de esas brisas cansadas del verano que se caen, en un
desmayo, entre las flores. Acaricié a Platero y, como pude, lo enganché a la carretilla, delante del borrico miserable. Lo obligué, entonces, con un cariñoso imperio, y Platero, de un tirón, sacó carretilla y rucio del atolladero y les subió la cuesta. ¡Qué sonreír el de la chiquilla! Fue como si el sol de la tarde, que se quebraba, al ponerse entre las nubes de agua, en amarillos cristales, le encendiese una aurora tras sus tiznadas lágrimas. Con su llorosa alegría, me ofreció dos escogidas naranjas, finas, pesadas, redondas. Las tomé, agradecido, y le di una al borriquillo débil, como dulce consuelo; otra a Platero, como premio áureo. |