El Monturrio, hoy. Las colinitas rojas,
más pobres cada día por la cava de los areneros, que, vistas desde el
mar, parecen de oro y que nombraron los romanos de ese modo brillante
y alto. Por él se va, más pronto que por el cementerio, al molino de
viento. Asoma ruinas por doquiera y en sus viñas los cavadores sacan
huesos, monedas y tinajas.
... Colón no me da demasiado bienestar,
Platero. Qué si paró en mi casa; que si comulgó en Santa Clara, que si
es de su tiempo ésta palmera o la otra hospedería ... Está cerca y no
va lejos, y ya sabes los dos regalos que nos trajo de América.
Los que me gusta sentir bajo mí, como una raíz fuerte, son los
romanos, los que hicieron ese hormigón del Castillo que no hay pico ni
golpe que arruine, en el que no fue posible clavar la veleta de la
Cigüeña, Platero ...
No olvidaré nunca el día en que, muy
niño, supe este nombre: Mons-urium. Se me ennobleció de pronto el
Monturrio y para siempre. Mi nostalgia de lo mejor, ¡tan triste en mi
pobre pueblo!, halló un engaño deleitable. ¿A quién tenía yo que
envidiar ya? ¿Qué antigüedad, qué ruina -catedral o castillo- podría
ya retener mi largo pensamiento sobre los ocasos de la ilusión? Me
encontré de pronto como sobre un tesoro inextinguible. Moguer, Monte
de Oro, Platero; puedes morir y vivir contento.
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