Míralo; está lleno de las últimas
lluvias, Platero. No tiene eco, ni vse ve, allá en su fondo, como
cuando está bajo, el mirador con sol, joya policroma tras los
cristales amarillos y azules de la montera.
Tú no has bajado nunca al aljibe,
Platero. Yo sí; bajé cuando lo vaciaron, hace años. Mira; tiene una
galería larga, y luego un cuarto pequeñito. Cuando entré en él, la
vela que llevaba se me apagó y una salamandra se me puso en la mano.
Dos fríos terribles se cruzaron en mi pecho cual dos espadas que se
cruzaran como dos fémures bajo una calavera... Todo el pueblo está
socavado de aljibes y galerías, Platero. El aljibe más grande es el
del patio del Salto del Lobo, plaza de la ciudadela antigua del
Castillo. El mejor es éste de mi casa que, como ves, tiene el brocal
esculpido en una pieza sola de mármol alabastrino. La galería de la
Iglesia va hasta la viña de los Puntales y allí se abre al campo,
junto al río. La que sale del Hospital nadie se ha atrevido a seguirla
del todo, porque no acaba nunca...
Recuerdo, cuando era niño, las noches
largas de lluvia, en que me desvelaba el rumor sollozante del agua
redonda que caía, de la azotea, en el aljibe. Luego, a la mañana,
íbamos, locos, a ver hasta dónde había llegado el agua. Cuando estaba
hasta la boca, como está hoy, ¡qué asombro, qué gritos, qué
admiración!
... Bueno, Platero. Y ahora voy a darte
un cubo de esta agua pura y fresquita, el mismo cubo que se bebía de
una vez Villegas, el pobre Villegas, que tenía el cuerpo achicharrado
del coñac y del aguardiente... |