Mira, Platero, cómo han puesto el río
entre las minas, el mal corazón y el padrasteo. Apenas si su agua roja
recoge aquí y allá, esta tarde, entre el fango violeta y amarillo, el
sol poniente; y por su cauce casi sólo pueden ir barcas de juguete.
¡Qué pobreza!
Antes, los barcos grandes de los vinateros, laúdes, bergantiles,
faluchos -El Lobo, La joven Eloísa, el San Cayetano, que era de mi
padre y que mandaba el pobre Quintero; La Estrella, de mi tío, que,
mandaba Picón-, ponían sobre el cielo de San Juan la confusión alegre
de sus mástiles-¡sus palos mayores, asombro de los niños!-; o iban a
Málaga, a Cádiz, a Gibraltar, hundidos de tanta carga de vino... Entre
ellos, las lanchas complicaban el oleaje con sus ojos, sus santos y
sus nombres pintados de verde, de azul, de blanco, de amarillo, de
carmín... Y los pescadores subían al pueblo sardinas, ostiones,
anguilas, lenguados, cangrejos... El cobre de Riotinto lo ha
envenenado todo. Y menos mal, Platero, que con el asco de los ricos
comen los pobres la pesca miserable de hoy...
...
Sólo queda, leve hilo de sangre de un muerto, mendigo harapiento y
seco, la exangüe corriente del río, color de hierro igual que este
ocaso rojo sobre el que La Estrella, desarmada, negra y podrida, al
cielo la quilla mellada, recorta como una espina de pescado su quemada
mole, en donde juegan, cual en mi pobre corazón las ansias, los niños
de los carabineros.
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