Tipos de descripciones y ejemplos.

 

Hay varias formas de describir a una persona. Según se describan sus rasgos recibe distintos nombres.

Prosopografía

Es la descripción de los rasgos físicos de la persona, de su apariencia externa.

Etopeya

Es la descripción de rasgos psicológicos o morales del personaje: su manera de ser, de actuar, su carácter.

Retrato

Es una descripción combinada en la que se describen las características físicas y morales de la persona. Une la prosopografía y la etopeya.

Caricatura

Es un tipo de descripción en la que los rasgos físicos y morales de la persona se presentan de manera exagerada, acentuando los defectos.

Veamos un ejemplo en el que podemos  encontrar mezclados elementos físicos y psicológicos, aunque en distinta proporción, en este texto de Galdós.

El pobre chico de este modo burlado se llamaba Luisito Cadalso, y era bastante mezquino de talla, corto de alientos, descolorido, como de ocho años, quizá de diez, tan tímido que esquivaba la amistad de sus compañeros, temeroso de las bromas de algunos, y sintiéndose sin bríos para devolverlas. Siempre fue el menos arrojado en las travesuras, el más soso y torpe en los juegos, y el más formalito en clase, aunque uno de los menos aventajados, quizás porque su propio encogimiento le impidiera decir bien lo que sabía o disimular lo que ignoraba.

Benito Pérez Galdós, Miau

Un conocido ejemplo de prosopografía es la descripción que hace Calisto de Melibea, en la que sigue el orden tradicional, de arriba abajo.

Comienzo por los cabellos. ¿Ves tú las madejas de oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son, y no resplandecen menos. Son tan largos que le llegan hasta sus pies; después, trenzados y atados con la delgada cuerda, como ella se los pone, que no hace más para convertir los hombres en piedras. [...]

Los ojos verdes, rasgados; las pestañas luengas; las cejas delgadas y alzadas; la nariz mediana; la boca pequeña; los dientes menudos y blancos; los labios, colorados y grosezuelos; el torno del rostro poco más luengo que redondo; el pecho alto; la redondez y forma de las pequeños senos, ¿quién te la podría figurar?, que se despereza el hombre cuando las mira. La tez lisa, lustrosa; el cuero suyo oscurece la nieve, la color mezclada, cual ella la escogió para sí. [...]

Las manos pequeñas en mediana manera, de dulce carne acompañadas; los dedos luengos; las uñas en ellos largas y coloradas, que parecen rubíes entre perlas.

Fernando de Rojas, La Celestina.

 

Más difícil es encontrar casos puros de etopeya pues, aunque se centre la descripción en el carácter o la psicología de un personaje, antes se le suele presentar siquiera sea brevemente. Un ejemplo de esta combinación podemos verla en el retrato de don Alonso de Monroy, Maestre de la Orden de Alcántara que comienza estableciendo su linaje y mostrando algunos rasgos de su físico para dedicar la mayor parte del texto a elementos destacados de su carácter como son la valentía y preparación para la guerra.

 

Don Alonso de Monroy, como habéis oído, fue hijo segundo de Alonso de Monroy, señor de Belvís, Almaraz y Deleytosa, y de Doña Juana de Sotomayor. Fue hombre alto de cuerpo e muy membrudo y bien proporcionado; era el hombre más recio que había, de fuerzas más vivas; el gesto tenía muy bueno y gracioso: los ojos tenía muy grandes y garzos, teníalos algo salidos, era corto de vista; decían algunos que vía más de noche que de día. Era el hombre del mundo que más esforzaba la gente que con él iba en las guerras, que cuando consigo le llevaban, las cosas grandes se les hacían livianas, y las muchas gentes no les tenían campo sabiendo que iba él allí. Siempre en el acometer la pelea fue el primero y el que más sobraba en la hacienda.

Era sobre toda manera venturoso en la guerra; otros decían que lo sabía tan bien hacer que la ventura por fuerza le seguía. Su cuerpo no era cansado de ningún trabajo, ni el ánimo vencido; en el comer y beber era moderado, tomábalo más por necesidad que no a hora cierta; en el velar y dormir igualmente lo tomaba. Sus armas eran tan pesadas que su espada y su lanza apenas otro hombre las podía mandar; el recatón de su lanza era hierro de otra. Con estas armas fue hallado muchas veces en medio de sus enemigos que trabajaban por matalle, y sin ser socorrido de los suyos, salvarse haciendo entre ellos muy grande estrago. Nunca hombre encontró con su lanza debajo del brazo que se quedase en la silla. Mudaba siempre caballos porque no podían sufrir su peso. Siempre el caballo qu´el traía se cinchaba con dos o tres cinchas; nunca decía a los suyos sino "haced como me viéredes hacer".

Alonso Maldonado, Vida e historia del maestre de Alcántara, don Alonso de Monroy

Las biografías son los espacios naturales de la etopeya, así, y por poner un ejemplo clásico, en la famosa obra de Suetonio Vida de los doce césares, se le dedica una parte sustancial al retrato moral de cada uno de ellos. En el fragmento siguiente vemos cómo señala cualidades de Julio César y las ejemplifica con hechos:

LXXII. Con tantas consideraciones y bondad trató siempre a sus amigos, que habiendo caído repentinamente enfermo C. Opio, que le acompañaba por un camino agreste y difícil, le cedió la única cabaña que encontraron y se acostó él en el suelo a la intemperie. Cuando consiguió el poder soberano, elevó a los primeros honores a algunos hombres de baja estofa, y cuando se lo censuraron, contestó: "Si bandidos y asesinos me hubiesen ayudado a defender mis derechos y dignidad, les mostraría igualmente mi agradecimiento."

LXXIII. Nunca, por otra parte, concibió enemistades tan hondas que no las desechase al presentarse ocasión. C. Memio le había atacado en sus discursos con extraordinaria vehemencia, contestándole por escrito César con igual aspereza; y, sin embargo, poco después le ayudó con toda su influencia a conseguir el consulado. C. Calvo le había dirigido epigramas difamatorios, y cuando pretendía reconciliarse con él por la mediación de algunos amigos, él mismo se adelantó a escribirle. Confesaba que Valerio Catulo, en sus versos sobre Mamurra, le había marcado con eterno estigma, y en el mismo día en que le dio satisfacción le admitió a su mesa, sin haber roto nunca sus relaciones de hospitalidad con el padre del poeta.

LXXIV. Era por naturaleza benévolo, hasta en las venganzas. Cuando se apoderó de los piratas, de quienes fue prisionero y a quienes en aquella situación juró crucificar, no les hizo clavar en este instrumento de suplicio hasta después de estrangulados.

En 1928 se publicó una novela de Azorín titulada Félix Vargas. Etopeya en la que asistimos al retrato moral del protagonista; del personaje interesa sobre todo su psicología más que los rasgos físicos o, incluso, sus acciones. Tenemos aquí una etopeya dilatada a lo largo de un centenar de páginas, de la que escogemos un fragmento como muestra.

 

A la tristeza y a la cólera del viaje ha sucedido una ligerísima satisfacción. Lucecita de esperanza. Sosiego dulce, explanación del ánimo recogido. Se halla el poeta sentado un momento ante el mar. El mar, en esta hora de sol esplendente, es de un azul intenso. La satisfacción en el espíritu de Félix se densifica. Un observador superficial podrá creer que el poeta navega en plena locura. ¿No son todos estos pesares suyos íntimos sutilidades, remilgos, escrúpulos inverosímiles? Cirrus impalpables en el horizonte, nervios sutiles en una hoja mirada a trasluz. Y, sin embargo, esta realidad intrínseca de Félix es una realidad sólida para la mente del poeta. Asidos a las cosas del mundo rudas, ásperas, violentas, ¿cómo se podrá juzgar de estos conflictos íntimos? Y nada hay más hondo, más emocionante, más dramático y más elevado. Félix se da exacta cuenta del problema. Una figura de mujer -la de Julia Récamier, por ejemplo- ha podido conmover la emotividad del poeta; se ha emocionado Félix ante la imagen de la dama; ha percibido que en el trabajo, al escribir, tal motivación le prestaba fluencia y fervor. Se podrá juzgar locura el apasionamiento del poeta por este juego de las imágenes; pero las imágenes con quienes se identifica el poeta y las complicaciones espirituales que estas imágenes suscitan son la razón última de la vida de Félix.