Un gato, llamado Rodilardo, causaba entre las ratas tal estrago y las diezmaba de tal manera que no osaban moverse de su cueva. Así, con tal penuria iban viviendo que a nuestro gato, el gran Rodilardo, no por tal lo tenían, sino por diablo. Sucedió que un buen día en que Rodilardo por los tejados buscaba esposa, y mientras se entretenía con tales cosas, reuniéronse las ratas, deliberando qué remedio tendrían sus descalabros. Habló así la más vieja e inteligente: -Nuestra desgracia tiene un remedio: ¡atémosle al gato un cascabel al cuello! Podremos prevenirnos cuando se acerque, poniéndonos a salvo antes que llegue. Cada cual aplaudió entusiasmada; esa era la solución ¡estaba clara! Mas poco a poco reaccionaron las ratas, pues ¿cuál iba a ser tan timorata? ¡Quién iba a atarle el cascabel al gato! Así he visto suceder más de una vez -y no hablo ya de ratas, sino de humanos-: ¿a quién no lo han golpeado los desengaños? Tras deliberaciones, bellas palabras, grandes ideas... y, en limpio, nada.
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