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Todas las tardes, al regresar de su trabajo en el Banco (sección Valores al Cobro), Esteban Ruíz contemplaba con deleite su nueva adquisición. Para el joven poeta inédito, aquella maquinita de escribir era una maravilla: signos para varios idiomas, letra redonda y bastardilla, tipo especial para Titulares, pantallita correctora, centrado automático, selector de teclado, fabulador decimal y un etcétera estimulante y nutrido. Ah, pero lo más espectacular era sin duda la Memoria. Eso de escribir un texto y, mediante la previa y sucesiva presión de dos suaves teclas, poder incorporarlo a la memoria electrónica, era algo casi milagroso. Luego, cada vez que se lo proponía, introducía un papel en blanco y, mediante la previa y sucesiva presión, esta vez de cinco teclas, la maquinita japonesa empezaba a trabajar por su cuenta y riesgo e imprimía limpiamente el texto memorizado. A Esteban le agradaba sobremanera incorporar sus poemas a la memoria electrónica. Después, sólo para disfrutar, no sólo del sorprendente aparato sino también de su propio lirismo, presionaba las teclas mágicas y aquel prodigioso robot escribía, escribía, escribía. Esteban (26 años, soltero, 1,70 m de estatura, morocho, ojos verdes) vivía solo. Le gustaban las muchachas, pero era anacrónicamente tímido. La verdad es que se pasaba planificando abordajes, pero nunca encontraba en sí mismo el coraje necesario para llevarlos a cabo. No obstante, como todo vate que se precie debe alguna vez escribir poemas de amor, Esteban Ruíz decidió inventarse una amada (la bautizó Florencia) y había creado para ella una figura y un carácter muy concretos y definidos, que sin embargo no se correspondían con los de ninguna de las muchachas que había conocido, ni siquiera de las habituales clientas jóvenes elegantes y frutales, que concurrían a la sección Valores al Cobro. Fue así que surgieron (y fueron inmediatamente incorporados a la retentiva de la Canon S-60) poemas como «Tus manos en mí», «De vez en cuando hallarte», «Tu mirada es anuncio». La memoria electrónica llegaba a admitir textos equivalentes a 2000 espacios (que luego podían borrarse a voluntad) y él ya le había entregado un par de poemas de su serie de amor/ficción. Pero esos pocos textos le bastaban para entretenerse todas las tardecitas, mientras saboreaba su jerez seco, haciendo trabajar a la sumisa maquinita, que una y otra vez imprimía y volvía a imprimir sus breves y presuntas obras maestras. Ahora bien, sabido es que la poesía amorosa (aun la destinada a una amada incorpórea) no ha de tratar pura y exclusivamente de la plenitud del amor; también debe hablar de sus desdichas. De modo que el joven poeta decidió que Florencia lo abandonara, claro que transitoriamente, a fin de que él pudiera depositar en pulcros endecasílabos la angustia y el dolor de esa ruptura. Y así fue que escribió un poema (cuyo título se le ocurrió al evocar una canción que años atrás había sido un hit pero que él confiaba estuviese olvidada), un poema que le pareció singularmente apto para ser incorporado a la fiel retentiva de su imponderable Canon S-60. Cuando por fin lo hizo, se le ocurrió invitar a Aníbal, un compañero del Banco (sección Cuentas Corrientes) con el que a veces compartía inquietudes y gustos literarios, para así hacer alarde de su maquinita y de sus versos. Y como los poetas (jóvenes o veteranos) siempre están particularmente entusiasmados con lo último que han escrito, decidió mostrar al visitante la más reciente muestra de su inspiración. Ya Aníbal había pronunciado varios ¡oh! ante las novedosas variantes de la maquinita, cuando Esteban decidió pasmarlo de una vez para siempre con una sencilla demostración de la famosa memoria. Colocó en la maquinita con toda parsimonia un papel en blanco, presionó las teclas consabidas y de inmediato se inició e! milagro. El papel comenzó a poblarse de elegantes caracteres. La casette impresora iba y venía, sin tomarse una tregua, y así fueron organizándose las palabras del poema: ¿Por qué te vas? ¿O es sólo una amenaza? Al concluir el último verso, Esteban se volvió ufano y sonriente hacia su buen amigo a fin de recoger su previsible admiración, pero he aquí que la maquinita no le dio tiempo. Tras un brevísimo respiro, continuó con su febril escritura, aunque esta vez se tratara de otro texto, tan novedoso para Aníbal como para el propio Esteban: ¿Querés saber por qué? Pues te lo digo: BENEDETTI, Mario: Despistes y franquezas. Madrid, Alfaguara, 1990. pp. 83-86. Alfaguara Hispánica, Madrid 1990.
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Última actualización: 25-07-2007