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[...] Leyendo este libro de Fernández Castro me he dado cuenta una vez más de cuánto echo en falta en nuestra sociedad la existencia de voces semejantes, el discurso público de nuestros mayores, la aportación de su visión de la vida y de sus historias, la narración, en fin, de lo que fueron, porque de ese relato generacional y común han de surgir nuestras propias palabras. Quiero decir que la existencia es un continuo, que nacernos de nuestros padres y nuestros padres nacieron de nuestros abuelos, perogrullada que, sin embargo, resulta cada vez más necesaria de repetir, porque se diría que hoy vivimos como si todos naciéramos por generación espontánea desde la nada negra. Hoy los padres biológicos o metafóricos son especies a abatir, la tradición es un engorro, la novedad una palabra mágica y los viejos son criaturas subhumanas y deterioradas a las que se aparca en los asilos para que no fastidien. Antes, a los viejos se les llamaba ancianos, que era una palabra con honor, una palabra que ocupaba un lugar en el mundo, el espacio de la experiencia y la memoria. No estoy reivindicando la gerontocracia, o sea, que los viejos tengan que seguir mandando simplemente por ser viejos: eso es una perversión del poder social y suele terminar muy malamente, con sistemas jerárquicos muy rígidos y la tradición convertida en un dogma inmutable. No, lo que yo añoro es un mundo más sensato y más armónico, en el que cada cual ocupe su lugar. Los ancianos no son trastos inútiles ni mentes obsoletas sino la voz de nuestro pasado, el ayer de donde salimos. Si no conocemos lo que fuimos, ¿cómo diantres vamos a saber lo que somos? Antes las generaciones estaban trenzadas las unas a las otras y los viejos transmitían a los jóvenes sus conocimientos, el marco de sus referencias culturales y la certidumbre de la continuidad del ser. Hoy se han roto los eslabones de esa cadena natural y todos desdeñamos el pasado con petulancia espléndida. Por eso cada dos por tres volvemos a reinventar la gaseosa, porque ignoramos que ya había sido inventada en otro tiempo. Y es que hay que conocer lo que pensaban nuestros mayores incluso para ser capaces de pensar lo contrario. Y no digo todo esto por respeto debido ni porque resulte políticamente correcto hablar bien de los pobres ancianitos (y luego no hacerles ni puñetero caso). No, lo digo por mí, por egoísmo, por propio interés, porque de verdad echo de menos la voz de los mayores en el espacio público, porque me gustaría que aparecieran más en televisión, y en los periódicos, y en las radios. Que tuvieran más peso en el discurso común, en los hogares, en los bares, en las oficinas. Porque hay algo desolador en esta manera contemporánea de vivir, en esta existencia moderna de la que están siendo extirpados los abuelos (cada vez se convive menos con ellos, cada vez se les visita menos, cada vez se les escucha menos), como si todos nosotros viniéramos de la nada, como si fuéramos la primera generación de pobladores del planeta, recién apeados de una nave galáctica. Con tanto vacío a las espaldas, se me ocurre que el vacío de delante (la muerte propia, la propia vejez indecible e inadmisible) resulta más acongojante y más oscuro. Porque los viejos, además de ser la memoria de nuestro pasado, son los adelantados de nuestro futuro. Son los exploradores de este viaje continuo que es vivir, un trayecto repetitivo y de lo más común que sin embargo a cada uno de nosotros nos parece grandiosamente único. Son ellos, desde esa especie de lúcida retranca que se adquiere con la edad, quienes nos pueden explicar cómo es esto de irse desviviendo; cómo se lleva lo de crecer y lo de menguar, y ser más sabio, y ser más débil, y perder a los seres queridos, pero también sobrevivir a los enemigos. Cómo se vadean, en fin, las aguas turbulentas de la existencia. A ver si nos damos cuenta de una vez de que las batallitas del abuelo son nuestras propias batallitas. MONTERO, Rosa: Viejos, Rev. El País Semanal.
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Última actualización: 25-07-2007
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