ESCENA II
EL ESCULTOR; DON JUAN, que entra
embozado
ESC.- Caballero...
JUAN.- Dios le guarde.
ESC.- Perdonad,
mas ya es tarde, y...
Aguardad
un instante, porque quiero
que me expliquéis...
ESC.- ¿Por acaso
sois forastero?
JUAN.- Años ha
que falto de España ya,
y me chocó el ver al paso,
Cuando a esas verjas llegué,
que encontraba este recinto
enteramente distinto
de cuando yo le dejé.
ESC.- Yo lo creo; como que esto
era entonces una palacio
y hoy es panteón el espacio
donde aquél estuvo puesto.
JUAN.- ¡El palacio hecho panteón!
ESC.- Tal fue de su antiguo dueño
la voluntad, y fue empeño
que dio al mundo admiración.
JUAN.- ¡Y, por Dios, que es de admirar!
ESC.- Es una famosa historia,
a la cual debo mi gloria.
JUAN.- ¿Me la podréis relatar?
ESC.- Sí, aunque muy sucintamente,
pues me aguardan.
JUAN.- Sea.
ESC.- Oíd
la verdad pura.
JUAN Decid,
que me tenéis impaciente.
ESC.- Pues habitó esta ciudad
y este palacio heredado,
un varón muy estimado
por su noble calidad.
JUAN.- Don Diego Tenorio.
ESC.- El mismo.
Tuvo un hijo este don Diego
peor mil veces que el fuego,
un aborto del abismo.
Un mozo sangriento y cruel,
que con tierra y cielo en guerra,
dicen que nada en la tierra
fue respetado por él.
Quimerista, seductor
y jugador con ventura,
no hubo para él segura
vida, ni hacienda, ni honor.
Así le pinta la historia,
y si tal era, por cierto
que obró cuerdamente el muerto
para ganarse la gloria.
JUAN.- Pues ¿cómo obró?
ESC.- Dejó entera
su hacienda al que la empleara
en un panteón que asombrara
a la gente venidera.
Mas con condición, que dijo
que se enterraran en él
los que a la mano cruel
sucumbieron de su hijo.
Y mirad en derredor
los sepulcros de los más
de ellos.
[...]
JUAN.- Mas, ¡cielos, qué es lo que veo!
O es ilusión de mis vista,
o a doña Inés el artista
aquí representa, creo.
ESC.- Sin duda.
JUAN.- ¿También murió?
ESC.- Dicen que de sentimiento
cuando de nuevo al convento
abandonada volvió
por don JUAN.
JUAN.- ¿Y yace aquí?
ESC.- Sí.
JUAN.- ¿La visteis muerta vos?
ESC.- Sí.
JUAN.- ¿Cómo estaba?
ESC.- ¡Por Dios,
que dormida la creí!
La muerte fue tan piadosa
con su cándida hermosura,
que la envió con la frescura
y las tintas de la rosa.