Si hay una innovación tecnológica que ha influido en la pintura impresionista, esa es sin duda la fotografía. La captación fotográfica de imágenes reales progresó espectacularmente hacia la mitad del s.XIX, desde los experimentos de daguerrotipia en 1839, hasta las primeras cámaras portátiles (con el invento de George Eastman de la película flexible en 1884). Monet tuvo hasta cuatro cámaras, y Degas experimentó con una de las primeras cámaras portátiles de Kodak.
La fotografía permitía captar con total fidelidad las luces efímeras de los paisajes y el quehacer cotidiano de la gente. Pero la pintura de los impresionistas explotaba las cualidades del medio, como el color, que la fotografía de la época no podía igualar.
Al ofrecer diversas versiones de un mismo estímulo con apariencias distintas, la fotografía animó a los impresionistas a investigar sobre fenómenos perceptivos relacionados con el color, antes que a hacer estudios descriptivos de la realidad. Para los impresionistas la experiencia personal, y cómo se sentían sobre ella, era más importante que la propia realidad. (Pueden verse las series de Monet sobre la catedral de Ruán, o las de Pissarro sobre el bulevar de Montmartre).
La fotografía estimuló a los impresionistas para elaborar audaces composiciones, como figuras en contrapicado, o escenas incompletas que ayudaban a crear el efecto de inmersión del espectador en la escena, dando la sensación de que el cuadro se extendía más allá de los límites del marco, dentro de la vida misma del espectador. Este recorte del encuadre dejando abierto e incompleto el primer plano se denomina «desbordamiento del primer plano», y era un recurso muy utilizado por Degas.
Otro recurso compositivo de inspiración fotográfica era el desplazamiento del punto de interés del cuadro a alguno de los lados, en composiciones asimétricas que en ocasiones dejaban el centro de la obra vacío. A esto se le denomina «encuadre selectivo», y lo utilizaron en alguna ocasión todos los impresionistas.
En la obra de Degas que tenemos al lado aparecen algunas de las características señaladas. En primer lugar, lo primero que llama la atención es el audaz encuadre: un «contrapicado», en términos fotográficos. Raramente se había observado algo similar en pintura antes de los impresionistas.
En segundo lugar, la figura de la trapecista está confinada en una esquina del cuadro. Es un claro ejemplo de «encuadre selectivo»: el autor imprime asimetría deliberadamente a la obra para aumentar su carga expresiva.