La reforma agraria fue un objetivo prioritario de la II República y también una gran fuente de tensiones sociales. La Ley de Reforma Agraria de 1932 pretendía el aprovechamiento de las tierras incultas y superar la crisis económica y el atraso del campo español. Pero su puesta en marcha tuvo numerosos problemas desde el comienzo. En 1933, con el triunfo de las derechas, el proceso se paralizó, y en 1936 los campesinos ocuparon fincas sin esperan los trámites de expropiación.
La cuestión religiosa dividía a los españoles en dos posturas irreconciliables: los que deseaban una sociedad laica y menor influencia eclesiástica y los que definían a España como un Estado confesional católico. El artículo 48 de la Constitución establecía el control del Estado sobre una escuela única y laica, lo que chocaba con unas órdenes religiosas poseedoras de la mayoría de las escuelas privadas. Una parte del clero se mantenía fiel a la Monarquía, y el cardenal Segura, arzobispo de Toledo, fue expulsado de España por sus declaraciones en este sentido. Los grupos más anticlericales incendiaron numerosos conventos.
Los nacionalismos históricos reivindicaban la facultad de decidir sobre competencias hasta ese momento exclusivas del poder centralizado en Madrid. La Constitución contemplaba esta posibilidad tras una serie de pasos sucesivos. Durante la II República sólo se llegó a aprobar un Estatuto, el de Cataluña. Los estatutos vasco y gallego terminaron su tramitación cuando ya había estallado la Guerra Civil.
La remodelación del estamento militar fue un empeño personal de Manuel Azaña, con la que pretendía alejar del ejército a los militares menos afines a la República y reducir el número de mandos. Las 16 unidades operativas se redujeron a 8 mejor dotadas, y sus altos cargos se jubilaron con sueldo íntegro. Se cerró la Academia Militar de Zaragoza, hervidero antirrepublicano que seguía aportando oficiales a un ejército saturado de ellos. |