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En sus orígenes el fuego conforta y contribuye a sedentarizar al hombre. Al mismo tiempo que le amedrenta destruye su esfuerzo. Hablamos de un fuego casi siempre controlable y consolador, imprescindible para la supervivencia del ser humano y para la consecución de su obra material. El mundo contemporáneo irumpe en la Historia también de la mano de profundas transformaciones en el uso del fuego. Durante los siglos XIX y XX el fuego adquiere formas inusuales y desconcertantes para el hombre, que se siente en demasiadas ocasiones incapaz de controlar sus propias creaciones, de las cuales es, por otra parte, rehen absoluto.
Las formas del fuego contemporáneo son diversas y creativas. Como en otros momentos de la historia las hay que destruyen y las hay que construyen. Lo específico de este tiempo histórico es la intensidad con que el fuego destroza y la grandiosidad con que es capaz de albergar el progreso material del hombre. La confianza y el horror concurren en igual medida en el sentimiento cívico y social hacia el fuego. El contemporáneo es un fuego que arrasa, pero también un fuego límpio, que no quema y en ocasiones nos conforta; un fuego estratégico del que los hombres hacen depender las fronteras y un fuego que nos impulsa y nos dispara hacia el futuro, en el que confiamos, casi seguros de trascendernos a nosotros mismos. Todos estos fuegos conviven pero lo hacen en desarmonía y son de alguna manera causa principal de la desazón que asola al hombre contemporáneo, al tiempo que razón de su perpetua esperanza.
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