Las nuevas concepciones liberales defendían la conversión de la propiedad amortizada, de origen feudal, en propiedad privada, que podía comprarse y venderse. Con ello se pretendía abrir la posibilidad de modernizar las explotaciones agrícolas y fortalecer la clase de pequeños y medianos propietarios.
Con los decretos de desamortización de 1836, pasaban a propiedad del Estado muchos bienes de congregaciones eclesiásticas, y se anunciaba su venta en pública subasta, con lo que se obtendrían recursos para pagar la guerra carlista.
Las medidas supusieron la ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede, y si bien mejoraron los resultados agrícolas, los principales favorecidos fueron los especuladores y grandes propietarios, que dispusieron de dinero o deuda pública para comprar las tierras.
Pese a las intenciones iniciales de la desamortización, la deuda pública no disminuyó, y algunos historiadores consideran que la inversión en la compra de tierras restó capitales para la incipiente industria española.
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