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En un tiempo en que el hombre europeo desconocía la existencia de América o de Australia, y tenía un conocimiento escaso de Asia y de África, la movilidad de los europeos se limitaba a recorrer las tierras a las que le llevaban negocios o asuntos de interés. Esos asuntos eran muchas veces solo económicos, aunque en los “viajes de negocios” se intercambiaban también ideas, usanzas o prácticas diversas que enriquecían a ambas partes.
Nadie se movía por el simple interés de intercambiar ideas. La principal finalidad de los intercambios era el comercio, y esta actividad económica constituyó una de las ocupaciones importantes del hombre medieval. No todos los comerciantes recorrían largas distancias, la mayor parte de los intercambios se realizaban en ámbitos cercanos. El comercio estaba ya entonces muy bien jerarquizado. Desde el comercio de cada día para el abastecimiento, se pasaba al mercado semanal en el que intercambiaban sus productos campesinos y artesanos, para llegar a la feria anual en la que participaban mercaderes de lejanos lugares y en la que se vendían objetos muy dispares.
Junto a los intercambios realizados en lugares concretos en los que los mercaderes acudían a vender, había intercambios en lugares lejanos en los que los mercaderes acudían a comprar. De sus viajes por lugares alejados de Europa, Asia y África los mercaderes volvían cargados de artículos de lujo. De África traían esclavos, azúcar, oro, marfil y piedras preciosas. De Asia sedas, pieles, alfombras, y las muy preciadas especias, la pimienta, la canela o la nuez moscada. Los caballeros cruzados que volvían de tierra santa traían productos exóticos, arroz, algodón, perfumes, espejos, limones o melones.
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